Reflexiones sobre Europa, América y el Mediterráneo

Una mirada a la historia, una reflexión sobre el presente y algún comentario sobre el futuro de países, personas e ideas de ambos lados del atlántico

domingo, 25 de marzo de 2012

ADIOS MUCHACHOS


Sergio Ramírez desgrana sus reflexiones con un castellano cadencioso, suavizado por un profundo deje caribeño y siempre salpicado de su acerado sentido del humor, seduciendo a los que tenemos la suerte de compartir desayuno con él una calurosa mañana del mes de marzo. Cerca de treinta personas nos hemos acercado a escucharle, entre ellos varios jóvenes escritores salvadoreños que quieren conocer al autor consagrado, también antiguos luchadores de causas más o menos perdidas que, como él, en algún momento de sus vidas se embarcaron en la gran aventura de la lucha por un mundo más justo y que ahora que Sergio visita El Salvador quieren rememorar con él esfuerzos y logros, quizás también amarguras y decepciones…

Sergio habla de todo, de sus inicios como escritor en la Managua de su juventud, destruida casi totalmente por el terremoto de 1972, de la librería “Selva”, en la que quiso vender su primer libro de cuentos (“la dueña siempre se acordaba de mi con mucho cariño, contaba que yo le dejé para la venta 10 ejemplares de ese libro y que a los pocos meses tenía 11…”), pero también de la Nicaragua que vio nacer a Rubén Darío en 1.867 (“diezmada por la Guerra Nacional, con apenas 200.000 habitantes en todo el país, analfabeta y rural, y allí viene a nacer un genio como Rubén Darío…”) o de su oficio como escritor (“…como narrador me esfuerzo por ser un mentiroso profesional, por eso mi triunfo definitivo es cuando las mentiras que cuento son tomadas como verdaderas…”).

Supe por primera vez de Sergio Ramírez en los años 80 del siglo pasado, cuando fungía como vicepresidente de la Nicaragua sandinista, y ya entonces, en alguna entrevista que le vi en televisión, me impactó su precisión en la utilización del lenguaje y la fuerza moral de sus ideas y convicciones. Muchos años después, ya casi en el cambio de siglo, le conocí como gran escritor con “Margarita, está linda la mar” (Alfaguara) y “Adiós Muchachos” (Aguilar), su crítico y melancólico recuerdo de la revolución sandinista, y desde entonces he seguido con gran atención todo lo que publicaba, como sus novelas “Sombras nada más” o “La Fugitiva” (Alfaguara ambas), atraído por sus historias, sus personajes y por ese paisaje que él desmenuza tan bien de la América Central, esa “entidad cultural que sigue siendo un rompecabezas por armar” y por la que Sergio Ramírez nos ayuda a adentrarnos al escribir sobre sus guerras, sus poetas o sus dictadores, sobre sus ilusiones, sus esperanzas y sus fracasos.

A pesar de que el sol de la mañana comienza a ser abrasador, Sergio Ramírez sigue escuchando con atención los comentarios que se le hacen, entrelazando en sus respuestas a las muchas preguntas la política con la literatura y saltando de la guerra de mediados del siglo XIX contra el filibustero Walker a las últimas elecciones en Nicaragua y El Salvador, compartiendo alrededor de un café sus ideas, creencias y aficiones (“…la felicidad de leer es una de las más grandes epifanías de esta vida…”) y haciéndonos partícipes de cómo Poe, Chéjov o Maupassant fueron sus maestros en aquellos primeros años en los que peregrinaba por las escasas librerías de Managua colocando los ejemplares del libro que él mismo había publicado, o de que considera “El Quijote” como la gran obra de la Literatura hispana de todos los tiempos… 

Concluye con un mensaje de optimismo, aunque él lo formule en negativo, (“no aconsejo el pesimismo…”), y nos recuerda que “no hay desarrollo sin educación; en Centroamérica hemos tenido excepcionales solistas: Rubén Darío, Miguel Ángel Asturias o Roque Dalton, pero para tener una buena orquesta es fundamental cuidar e invertir en educación…”. Está por finalizar el acto cuando toma la palabra un señor mayor, con pelo cano y gruesas gafas de sol que, tras pedir muy amablemente a los organizadores que en próximas ocasiones la comida sea algo más decente, felicita a Sergio Ramírez por “lo más importante que usted ha logrado: mantener siempre un firme compromiso ético, sea ante la vida, la política o la literatura…”. Estallan los aplausos de la concurrencia y me doy cuenta de que hace demasiado calor y de que, en verdad, quizás el café y los frijoles no estaban tan buenos, pero estoy igualmente seguro de que todos hemos disfrutado de ese desayuno con Sergio Ramírez.     

domingo, 11 de marzo de 2012

EL PRINCIPITO, SU ROSA Y LOS VOLCANES


El primer libro que me regaló Kathy, en aquellos iniciales y guatemaltecos meses en los que comenzaba nuestra relación, fue “Memorias de la rosa” (Ediciones B), los recuerdos autobiográficos de Consuelo de Saint-Exupéry, viuda del célebre aviador francés autor de la imperecedera historia de ese pequeño príncipe que con su inocencia e inteligencia pone al desnudo los convencionalismos e hipocresías con los que los adultos manejamos el mundo que hemos construido. Consuelo Sucin, que era el apellido de soltera de la esposa de  Saint-Exupéry, puso por escrito sus recuerdos en 1946, dos años después de la desaparición de su marido en aquella última y maldita misión en la que su avión fue abatido sobre el Mediterráneo, cerca de la costa de Marsella, pero éstos permanecieron encerrados en un baúl medio siglo, hasta que en 1.999, veinte años después de la muerte de Consuelo, su heredero decidiera publicar el manuscrito para “devolverla al lugar exacto que ocupó siempre al lado de quien dejó escrito que había edificado su vida sobre ese amor.” 

Leyendo las páginas de ese primer regalo de Kathy supe de la extraordinaria historia de Consuelo Sucin, una salvadoreña que nació en 1901 en la pequeña población de Armenia, situada en las faldas del volcán Izalco, cerca de la frontera entre El Salvador y Guatemala. De padres cafetaleros, Consuelo tuvo una acomodada y feliz infancia, jugando en la plantación de café de su padre, “entre los grandes bananos, con los indios…”. Una infancia que, como cuenta Alain Vircondelet en la introducción del libro, la marcaría para siempre, “atravesada por sueños y fantasías magnificados por el imaginario centroamericano…El Salvador, con sus tierras quemadas, sus volcanes y sus terremotos, se convierte en un país de leyenda. Ella es el genio y la diosa de este país…”.   

Con las muchas posibilidades que le permiten los medios de su familia y con una personalidad arrolladora, dispersa y diletante, Consuelo parte muy joven de El Salvador, estudia arte en San Francisco, México y España y recala en la Francia de entreguerras, en el París de los felices años veinte que disfruta aún de sus últimas bocanadas como capital cultural del mundo antes de ceder el testigo a Nueva York. Allí conoce a las vanguardias que estremecen a una decadente sociedad y se relaciona con pintores, escritores, farsantes, vividores, fascistas de salón y furibundos comunistas. Germán Arciniegas, el gran escritor colombiano, cuenta cómo “entre la primera y la segunda guerra mundial todo el mundo hablaba de Consuelo como de un pequeño volcán de El Salvador que arrojaba su fuego sobre los techos de París…”. Algunas llamaradas de esa erupción alcanzan a Enrique Gómez Carrillo, cónsul de la Argentina en París, que se convierte en su segundo marido (había estado casada brevemente en México). Gómez Carrillo era un conocido escritor e intelectual, y la pareja se relaciona frecuentemente con Rubén Darío o Gabriele D´Annunzio, pero en 1927 fallece muy prematuramente.

Joven, hermosa, rica y viuda, Consuelo es invitada por el gobierno argentino a visitar Buenos Aires, y por esas burlas de la fortuna, si en París había conocido a un diplomático argentino que sería su segundo marido, en Buenos Aires conoce a un aviador francés que se convertiría en el tercero, y en el hombre de su vida. En sus memorias cuenta cómo la noche que se conocen, huyendo ella de una aburrida fiesta en la que “sólo se hablaba de una revolución que nunca llegaba”, Saint-Exupéry la lleva a dar una vuelta en su avión por los cielos de la capital argentina, arrancándole un primer beso bajo la amenaza de estrellar la aeronave en el Río de la Plata…Sería el primero de muchos besos y el inicio de una tormentosa relación que durante quince años sobrevive a engaños, infidelidades mutuas y al desprecio de la familia de “Tonio”, y cuyo capítulo principal sólo concluye ese fatídico 31 de julio de 1944 en el que el mar se traga el avión de Saint-Exupéry. Quince años fundamentales para comprender al Saint-Exupéry escritor, pero también a ese hombre difícil y contradictorio, que constantemente "parte y huye, busca amar y ser amado, se busca y no se encuentra…”.

En el relato de Saint-Exupéry, El Principito le habla al aviador del planeta de dónde él viene, el asteroide B612, en el que hay tres volcanes y una rosa, la única flor que allí queda, bella, hermosa, frágil, vanidosa y con espinas. Para volver a juntarse con su rosa, El Principito se deja morder por una serpiente venenosa, pues sólo así consigue transportarse a su mundo, a su planeta, donde podrá cuidar, al pie de los volcanes, a esa flor, “única entre todas”. Antes de partir, mientras el aviador perdido en el desierto del Sahara intenta reparar su avión, el joven príncipe le confía que “lo esencial es invisible para los ojos”, algo que la niña Consuelo, la rosa de Saint-Exupéry, sabía perfectamente cuando jugaba, alegre y despreocupada, en los cafetales del Izalco, “entre los grandes bananos, con los indios”, algo que, como todos nosotros, fue olvidando poco a poco, a medida que la iba engullendo el mundo de los adultos…

sábado, 3 de marzo de 2012

LA GUERRA DEL FUTBOL Y OTRAS HISTORIAS



Otra de las profesiones más antiguas del mundo es la de visitar lejanos y extraños lugares para contar lo que se ve y lo que se descubre, de otros hombres, de otras culturas y de otras costumbres. Herodoto fue uno de los primeros en practicar ese oficio, y lo hizo tan bien que, desde entonces (siglo V antes de Cristo), historiadores, periodistas o simples viajeros intentan imitar la perspicacia y profundidad con las que aquel griego nacido en Anatolia relató sus viajes por un mundo que, con el centro en Grecia, se extendía hasta el Sudán, Etiopía o la Península Arábiga.
Ryszard Kapuscinski ha sido otro de esos escritores errantes que, en palabras de Blake Morrison, con sus historias sobre lo que presenció “trasciende los límites del periodismo y escribe con el vigor narrativo de un Conrad, un Kipling, un Orwell…”. Nacido en Polonia en 1932, y fallecido en Varsovia en el 2007, Kapuscinski es el gran cronista de muchas de las innumerables convulsiones del siglo XX: guerras en América, revoluciones en África, dictaduras en Asía…allá donde había una noticia asomaba este polaco errante, hombre de mundo y admirador de Herodoto que antes de viajar a un destino intentaba leer al menos cien libros sobre su historia, su geografía y su cultura.
De sus impresionantes relatos uno de los que más me gusta es “El Emperador” (publicado en España por Anagrama), en el que se adentra por las miserias, locuras y excentricidades del último emperador de Etiopía, Haile Selassie I, el Negus, el Rey de Reyes, el León de Judá, que se decía descendiente directo y heredero del rey Salomón y de la reina de Saba -y que, a su vez, era considerado una especie de mesías redentor por los rastafaris de Bob Marley-, destronado por una revolución socialista en los años 70. Kapuscinski, que llegó al país tras su derrocamiento, recorre los pasillos y salones de sus antiguos palacios y camina por las calles desiertas de Addis Abeba, escuchando para luego contarnos las historias y recuerdos de sus viejos y aún leales servidores, construyendo un fresco espectral sobre aquel emperador diminuto que reinó sobre millones de empobrecidos súbditos.    
Igual de interesante, más para quienes vivimos en la zona de los hechos, es “La Guerra del fútbol y otros reportajes” (también en Anagrama), en el que nos cuenta sobre la trágica guerra que estalló en 1969 entre Honduras y El Salvador, una de las últimas contiendas bélicas entre dos países del continente americano. El chispazo definitivo que provocó el comienzo de las hostilidades fueron unos gravísimos incidentes en las eliminatorias  para el Mundial de México de 1970 disputadas entre las respectivas selecciones nacionales, que Kapuscinski detalló en su crónica de los hechos, bautizando así a una guerra que en Honduras se conoce como “la guerra de las 100 horas” (los combates duraron del 14 al 18 de julio) y en El Salvador como “la guerra por la dignidad nacional”. Con un nombre o con otro, más de 5.000 personas perdieron la vida y decenas de miles se vieron desplazadas de sus hogares (principalmente salvadoreños que tuvieron que dejar Honduras, donde se habían establecido desde décadas anteriores). La guerra, cuyas causas profundas eran la pobreza, el militarismo y la emigración salvadoreña a Honduras, también acabó con el sueño de la integración centroamericana, que había avanzado a un gran ritmo en la década de los 60, y que no volvería a recobrar su pulso hasta los comienzos del siglo XXI.         
La selección de El Salvador fue la que se clasificó finalmente para el mundial, derrotando 3-2 a la de Honduras en un partido de desempate disputado en México, pero la guerra, como casi todas, la perdieron los pueblos que la sufrieron, de un lado u otro de la frontera. Entre las muchas historias que afloran en su trepidante narración de esas 100 horas, Kapuscinski nos cuenta cómo un soldado hondureño le confiesa que no sabe por qué lucha contra su país vecino, “asuntos del gobierno, más vale no hacer preguntas”, le responde agazapado entre la maleza...Así nos recuerda Kapuscinski que, en mitad de la selva, del desierto o de la ciudad, como ciudadanos debemos no olvidar nunca que los “asuntos del gobierno” son también los nuestros, pues sólo así podremos exigirle a ese gobierno que se ocupe de las cuestiones realmente importantes, que ya nos ocuparemos nosotros de resolver la polémica por lo ocurrido en un partido de fútbol con la  tradicional fórmula de compartir una buena y fría cerveza con los aficionados del equipo rival.