Reflexiones sobre Europa, América y el Mediterráneo

Una mirada a la historia, una reflexión sobre el presente y algún comentario sobre el futuro de países, personas e ideas de ambos lados del atlántico

lunes, 25 de marzo de 2013

Testigo de Cargo


Fernando Trueba en una famosa ocasión comparó a Billy Wilder con Dios, y aunque yo no me atreva a llegar tan lejos sí tengo a Wilder en lo más alto de mi particular panteón cinematográfico. El Crepúsculo de los Dioses (Sunset Boulevard, 1950), El apartamento (The Apartment, 1960), Bésame Tonto (Kiss Me Stupid, 1964) o Perdición (Double Indemnity, 1944) son unas cuantas de sus muchas obras maestras absolutas, como diría Carlos Pumares. Entre ellas cuento también a Testigo de Cargo (Witness for the Prosecution, 1957), basada en una obra de teatro de Agatha Christie y que cuenta una historia tan antigua como la humanidad: cómo una mujer es capaz de cualquier cosa para salvar al hombre a quien ama (y cómo también puede ser capaz de cualquier cosa para vengarse cuando es traicionada…).  

Como saben todos los que han visto la película, un aparentemente simpático Tyrone Power es acusado de haber matado a una vieja millonaria para quedarse con su dinero. Su esposa, la aparentemente gélida Marlene Dietrich, sabe que es cierto, que su marido es el asesino, pero está dispuesta a cualquier cosa para salvarlo. Cuando el abogado defensor (un genial Charles Laughton, quizás en unos de sus papeles más memorables) le dice al preparar la defensa que nadie creerá las excusas que pueda presentar una esposa enamorada, ella hace lo impensable: testifica a favor de la acusación diciendo la verdad, pero al mismo tiempo fabrica unas pruebas falsas con las que Laughton la desenmascara, logrando la absolución del marido…en el twist final, un desalmado Tyrone Power felicita a su esposa por el papel realizado, pero le anuncia que la abandona para irse con una joven morena que corre a besarle…demasiado para una despechada Dietrich, que lo apuñala en el tribunal ante el mismo Laughton (que, tras dejarnos una de las más célebres citas de la película, “no lo ha asesinado, lo ha ejecutado…”, se apresta a encargarse de la defensa de esa “extraordinaria mujer”).  

Estos días Inglaterra ha vivido conmocionada ante un caso que, aún sin el dramatismo de los asesinatos ni la belleza ni el glamour de la Dietrich, Laughton o Power, contiene esos poderosos elementos de engaño, traición y venganza presentes en Testigo de Cargo y que, desde las tragedias griegas, cuando convergen en una historia hacen que ésta cautive la atención de toda una sociedad . El 12 de marzo del 2003, un día como otro cualquiera, Chris Huhne, uno de los políticos más brillantes y con más futuro de este país, y su esposa, Vicky Price, volvían a casa con demasiadas prisas, y un radar fotografió al coche a más velocidad de la permitida. Una infracción no excesivamente grave, una de esas que sucede miles de veces al día en este y otros países, y que se salda simplemente con la pérdida de 3 puntos del carnet de conducir del infractor, y sin embargo…

Y sin embargo a Huhne, que era el que conducía, ya sólo le quedaban precisamente 3 puntos en el carnet, y dejar el coche para utilizar el transporte público siempre es muy molesto. A su esposa tampoco le apetecía tener que hacer de chófer para toda la familia durante unos cuantos meses, así que ambos decidieron que era mucho mejor para todos si ella era la que cargaba con la multa y, por lo tanto, la que perdía los puntos. En mayo ella recibe la multa y el matrimonio olvida rápidamente ese “pequeño incidente”. En los años siguientes todo parece ser un camino de rosas. Huhne, además de conservar el carnet, conoce el éxito político, siendo elegido primero diputado y más tarde ministro. Price, una reputada economista, sigue una extraordinaria carrera que la hace ser una de las profesionales más cotizadas tanto en el sector privado como en el público, y sin embargo…

Y sin embargo el 19 de junio del 2010, aparentemente un día como otro cualquiera, Huhne llega a casa y confiesa a su mujer (que estaba viendo un partido del Mundial de fútbol de Sudáfrica) que tiene “una relación” con su jefa de prensa y que la deja, a ella y a los hijos, para irse a vivir con su nueva pareja…Pero Vicky Price, la esposa abandonada tras 26 años de matrimonio, la mujer traicionada en favor de otra más joven, no está dispuesta a que las cosas sean tan fáciles y busca su venganza. ¿Y qué mejor forma de ejecutar a un político que arruinar su imagen y carrera? Pryce acude a la prensa y filtra los detalles de lo ocurrido siete años antes. La policía reabre el caso y acusa a Huhne de obstrucción a la justicia, ya no una mera infracción automovilística, sino un delito penado con la cárcel. Pryce comparece en el juicio como testigo de cargo, confirmando tanto que era él quien conducía como el engaño posterior. Parece la venganza perfecta, pero no ha medido bien su furia y, como también mintió, es acusada del mismo delito. A la desesperada alega que lo hizo por “coacción marital”, una extraña y arcaica figura jurídica utilizada apenas cinco veces en el último siglo que permite la absolución de la esposa si ésta comete un crimen obligada por su marido, y sin embargo…

Y sin embargo el jurado, 12 hombres y mujeres sin piedad, no se cree la historia de la coacción y Pryce, al igual que su marido, es condenada a 8 meses de cárcel, siendo ambos enviados de inmediato a prisión. Triste final para un matrimonio con tres hijos, para un brillante político y una gran profesional, triste historia en la que el engaño, la traición y la fría venganza se convierten en los únicos protagonistas de un relato sin héroes. Me imagino que si el viejo Charles Laughton hubiera presenciado el juicio concluiría, tras un buen sorbo del brandy que esconde en el termo del café y con el rictus de resignación que produce la contemplación de las miserias humanas, que “ellos mismos se han ejecutado”, dejando el tribunal sin ganas de defender a nadie…                    

domingo, 3 de marzo de 2013

La Naranja Mecánica y otras historias

    
Cuando los profundos ojos azules de Malcolm McDowell, con su maquillaje y pestaña postiza, nos lanzan una desafiante, retadora y burlona mirada con la Novena Sinfonía de Beethoven sonando de fondo ya adivinamos que estamos ante una película especial, y La Naranja Mecánica de Kubrick no decepciona en absoluto. Una película sobre la violencia, más que una película violenta, por sus magníficos actores (por supuesto un McDowell que está "in his prime", pero igualmente el resto, desde el Ministro del Inferior Interior al policía de prisión, de los secuaces de Alex a sus aturdidos padres), por su expresionismo visual y por su extraordinaria banda sonora, encabezada por el "súblime Ludwig Van", La Naranja Mecánica sigue impresionando hoy tanto cómo cuando se estrenó en 1971 para marcar a toda una década con la historia del joven Alex y su temible banda de maleantes, que hacen de la violencia bruta su modo de vida, hablan un extraño inglés rusificado y consumen una muy blanca leche aderezada con alucinógenos varios...

Hay otro aspecto muy bien recogido en la película que, sin embargo, suele pasar desapercibido: el de la dimensión moral de la violencia o, más exactamente, el de la dimensión moral de la elección de la violencia, de la opción del mal sobre el bien. Ese es, precisamente, el tema central del libro de Anthony Burgess ("A Clockwork Orange", publicado en mayo 1962), y que también pasó ampliamente desapercibido en el horrorizado recibimiento que la timorata sociedad británica de aquel entonces ofreció a la novela. En efecto, los críticos y comentaristas se centraron casi por completo en la violencia (“an off-beat and violent tale about teenage gangs in Britain…”, resumía un crítico) y en el extraño lenguaje de los protagonistas (“English is being slowly killed”, aseguraba The Times) de la novela, pasando por alto el tema nuclear de la misma. Burgess, un escritor profundamente católico, había pasado buena parte de los años 50 en Malasia, y al volver a Inglaterra quedó conmocionado por la creciente violencia irracional de la juventud inglesa, que se agrupaba en diferentes bandas urbanas (mods, rockers…), utilizaba un lenguaje propio casi incomprensible para los no iniciados y cuyas únicas diversiones parecían ser la música y la violencia. Ante ese espectáculo de una sociedad en la que ya no se reconocía, el culto y refinado Burgess respondió escribiendo una novela sobre la libre determinación utilizando como vehículo a una banda de adolescentes en un futuro indeterminado. En sus propias palabras: “lo que intenté escribir fue una especie de alegoría cristiana sobre la libre voluntad. El ser humano se define por su capacidad para elegir entre diferentes posibilidades morales. Si elige el Bien debe tener también la posibilidad de elegir el Mal; el Mal es una necesidad teológica…la extirpación artificial del libre albedrío por medio de tratamiento científico [lo que el gobierno hace con el pobre Alex para intentar curarle su propensión a la violencia] no sería un mal aún mayor que el de la libre elección del mal???....”. Demasiada profundidad, sin duda, para una sesión de cine por muy buena que sea la película, y por ello no es de extrañar que, tanto entonces como ahora, lo que más se destaque de la misma sea la violencia gratuita (libremente elegida, para seguir el hilo de Burgess…) de la mayoría de sus escenas.

Y a pesar de su cultura y universalismo, creo que Burgess, fallecido en 1993, se habría extrañado sobremanera por los profundos paralelismos que su irritante novela tiene con la situación actual de algunos países de América Central. En efecto, varias de esas sociedades viven atenazadas por la violencia resultante del fenómeno de las “maras” (bandas de jóvenes –y de ya no tan jóvenes-  que originariamente nacieron en los barrios latinos de las grandes ciudades de los Estados Unidos, principalmente de Los Ángeles, y que fueron recreadas en los países de origen de los pandilleros cuando éstos comenzaron a ser deportados), y que han hecho del crimen organizado (extorsión, secuestro, asesinato) su modo de vida, convirtiendo a Guatemala, Honduras o El Salvador en los países más peligrosos del planeta. Al igual que las bandas de La Naranja Mecánica, los miembros de las maras tienen su propio lenguaje, su forma de caracterizarse (llamativos tatuajes por todo el cuerpo) y despliegan un inusitado nivel de violencia en los barrios y comunidades que controlan, llegando a poner en jaque a los propios estados. 

Ahora bien, el toque verdaderamente “burgessiano” se encontraría en lo sucedido en los últimos meses en El Salvador. Allí la iglesia católica promovió durante el 2012 una tregua entre las dos principales maras del país (la Salvatrucha y la M-18, cerca de 100.000 miembros entre ambas…), que resultó en la orden de sus jefes máximos para que cesaran los enfrentamientos en todo el país. De la noche a la mañana los asesinatos se redujeron de 12-13 al día a unos 6 diarios, devolviendo a El Salvador a unos niveles de violencia desconocidos desde hacía años. Los pandilleros dicen haber actuado movidos exclusivamente por la mediación de la Iglesia Católica (el gobierno concedió algunos beneficios carcelarios a los dirigentes de las principales pandillas y está trabajando en diversos programas de reinserción social, pero niega toda implicación directa en la tregua), llegando a afirmar en un comunicado oficial firmado por ambas dirigencias que "si nosotros somos parte del problema, también podemos ser parte de la solución...no deseamos seguir haciendo la guerra considerando el dolor que provoca a la sociedad, a nuestras familias, a nosotros mismos...no pedimos que se nos perdonen penas por las faltas cometidas, sólo que se aplique adecuadamente la ley...". 

La novela de Burguess tiene un último capítulo que no se incluyó en la edición de La Naranja Mecánica que se publicó en los Estados Unidos. En ese capítulo, Alex se da cuenta de sus errores y del sinsentido de su vida de violencia y decide abandonar los antiguos malos hábitos para intentar ser un chico normal, algo que los editores estadounidenses rechazaron por considerarlo un "buenismo" voluntarista, cursi y alejado de la realidad, por lo que Alex ni se arrepiente ni se regenera. "Los malos siempre seguirán siendo malos", pensarían, "y el desenlace original del libro no lo va a creer nadie" (el final de la película de Kubrick, basada en esa edición americana de la novela, tiene ese final, supuestamente más real). Aún es pronto para saber en qué resultará finalmente la tregua de las maras en El Salvador, si se consolidará, si funcionará y si servirá para poner punto final al casi interminable ciclo de violencia que asola al país desde los años 70. Si el inicio de esa ansiada sociedad libre de violencia se encuentra en el acuerdo de unas bandas de delincuentes que, libremente movidos por la palabra de la Iglesia Católica, deciden elegir el camino del bien, o al menos no el del mal, bienvenido sea. Imagino que Burgess estaría totalmente de acuerdo, igual que Alex, aunque él seguro que pediría como contrapartida que la música de Beethoven fuera obligatoria en todas las cárceles del país...