Reflexiones sobre Europa, América y el Mediterráneo

Una mirada a la historia, una reflexión sobre el presente y algún comentario sobre el futuro de países, personas e ideas de ambos lados del atlántico

miércoles, 25 de abril de 2012

LAS INVISIBLES


Nos parece algo sencillo, más o menos largo y engorroso según el día o el funcionario que nos atienda, pero tan simple como acercarse a una comisaría de la Policía Nacional en España o a alguna dependencia administrativa en otros países. A eso se suelen reducir los trámites necesarios para obtener el documento de identidad o el pasaporte. Rellenamos unos formularios con nuestros datos, aportamos una pequeña foto rectangular sobre fondo blanco y ponemos nuestro dedo índice marcado en tinta negra sobre una cartulina. Todos los seres humanos tenemos un nombre y uno o más apellidos, que combinados con nuestro rostro, con nuestra imagen, con nuestras huellas, nos confieren una identidad propia que, precisamente, nos convierte en únicos, en seres individuales e individualizados frente al resto de nuestros semejantes. Hoy día, en la mayoría de países esa identidad propia va ligada, necesariamente, a ese documento oficial que sirve de prueba de nuestro nombre, filiación y nacionalidad. Un documento simple, un pequeño papel plastificado que en algunos casos se obtiene en apenas varios minutos y en otros cuesta algunos días o incluso semanas, un trozo de papel que condensa en unas cuantas fórmulas y palabras oficiales quiénes somos, y al que apenas le damos importancia alguna cuando sabemos que yace en algún lugar de nuestro bolso o cartera.

Y sin embargo, para tantas personas en tantos países, qué diferencia tan abismal supone tener acceso a ese documento que diga, que pruebe, que demuestre, quienes somos. Cuántas cosas son imposibles y están prohibidas para quienes no pueden acceder a ese papel con firma y sello que en mi caso dice que me llamo Enrique, que nací en Sevilla y que soy hijo de Antonio y de Teresa, en qué mundos paralelos pero estancos se nos sitúa por tener, o no tener, papeles, por ser oficialmente alguien o no serlo…

Doña Carmen, una salvadoreña de algo más de cincuenta años, pertenecía hasta hace poco al mundo de las que no tenían, incluso en su propio país, y no porque ella no quisiera, o no lo hubiera intentado. Varias veces se había presentado en dependencias administrativas a solicitar su documento de identidad y siempre había sido rechazada, por la simple y contundente razón de que doña Carmen carece de huellas digitales…Desde sus trece años, desde hace casi cuatro décadas, doña Carmen trabaja de tortillera en una comunidad de su pueblo, Lourdes Colón, una población a una treintena de kilómetros de la capital. Todos los días desde sus trece años doña Carmen calienta en un comal las tortillas, el alimento básico de casi toda la región mesoamericana, volteando una y otra vez la masa de harina de maíz sobre la ardiente superficie hasta que las tortillas están listas para ser comidas. Casi cuarenta años utilizando sus manos, sus dedos, para ganarse la vida calentando unas tortillas que otros se comerán; cuarenta años que hicieron que sus huellas digitales, las líneas de su vida, las líneas que la individualizaban como una persona con identidad, y con derechos de ciudadana, se perdieran para siempre en el calor del comal, en el día a día de su oficio, entre tortilla y tortilla…

El de doña Carmen no es un caso aislado, ni en El Salvador ni en otros países. Millones de personas en todo el mundo -siempre los más desfavorecidos, siempre "los olvidados", por utilizar el título de la estremecedora película de Buñuel-, no pueden obtener ese papel, ese documento, que les permitiría, al menos, tener la posibilidad de optar a un empleo digno o acceder a los servicios públicos. Seres humanos que la falta de papeles parece invisibilizar, aunque todos y cada uno de nosotros sepamos que están ahí, calentando nuestras tortillas, limpiando nuestros baños o cuidando a nuestros hijos...
  
Pero el de doña Carmen es también un ejemplo de que las cosas pueden ser diferentes, de que esa invisibilidad no tiene porque ser permanente. Ella sigue calentando tortillas todas las mañanas, es lo que siempre ha hecho y quizás lo único que sepa hacer. Pero desde hace unos meses lo hace con su documento de identidad, conseguido gracias a Ciudad Mujer, un proyecto de atención integral a las mujeres del país que el gobierno salvadoreño puso en marcha hace un par de años y que, sin poder devolverle sus huellas digitales, sí consiguió todos los informes (médicos, administrativos...) necesarios para la expedición del ansiado documento. A buen seguro los clientes de doña Carmen no habrán notado la diferencia -las tortillas saben igual de ricas y su sonrisa se deberá a que el negocio va bien o a las buenas noticias de los hijos-, pero ella guarda con todo el celo del mundo ese documento que tanto trabajo le costó obtener, aunque a fin de cuentas en él sólo se diga lo que ella siempre supo: que se llama Carmen y que nació en Lourdes Colón, hija de...   




Un puesto de tortillas, en un pueblo del oriente del país.

sábado, 7 de abril de 2012

LA PERLA NEGRA DEL DESIERTO


  
A través de internet me llegan hasta El Salvador las noticias sobre los combates que en el norte de Mali enfrentan a una extraña alianza de tuaregs e islamistas contra las tropas leales al gobierno central de Bamako. Ello me lleva a revolver cajas de la mudanza que aún no he abierto en busca de un antiguo cd con las fotografías del viaje que hace unos años realicé a ese país en compañía de mi buen amigo Antonio Llaguno, uno de los mejores conocedores de su fascinante historia y culturas y autor de los libros “La conquista de Tobuctú” y “Tombuctú, el reino de los renegados andaluces”, ambas publicadas por Almuzara, la editorial que fundara Manuel Pimentel cuando dejó Madrid y la política para regresar a su Córdoba natal. Los nombres de las ciudades que han caído en poder de los rebeldes –Gao, Tombuctú, Kidal-, que ahora aparecen en mi pantalla de ordenador como lugares de batallas más o menos cruentas recuerdan la época dorada de los grandes imperios del África Occidental: los Askia, Songhay, Peules…y fueron todas ellas diferentes etapas de aquel viaje que hicimos en el 2005.   

La gran mezquita de Djenné.

El motivo principal del mismo era, precisamente, conocer la mítica Tombuctú, adonde llegamos una mañana de sol deslumbrante a bordo de un pequeño avión manejado de forma despreocupada por unos jóvenes y divertidos pilotos neozelandeses que, tras despegar de Bamako, la capital de Mali, siguió el curso del Níger hasta donde el gran río comienza su famosa y misteriosa curva dejando a un lado la inmensidad del desierto del Sahara. Allí, frontera y testigo de esos dos espacios tan absolutos y definitorios como son el gran desierto y el gran río, se erige desde hace casi mil años la ciudad de Tombuctú, conocida durante siglos como "la perla negra del desierto".  


 Cruzando el Níger.

Como nos cuenta Llaguno, en sus momentos de más esplendor, a mediados del siglo XVI, Tombuctú era "la capital económica, cultural e intelectual del Imperio Shonghay, lugar de intercambio entre las piraguas de la sabana africana y las caravanas que atravesaban el Sáhara, sede también de la primera universidad del África negra, donde todos los sabios del Islam querían enseñar sus conocimientos…”. De aquel entonces viene un proverbio, que los habitantes de la ciudad siguen recitando orgullosamente a los pocos visitantes que se adentran por sus polvorientas calles, según el cual “la sal viene del norte, el oro viene del sur y la plata del país de los blancos, pero las palabras de Dios, las cosas sabias, los cuentos y las bellas historias, sólo se encuentran en Tombuctú…”. El saber y la cultura, al igual que la sal, los esclavos, el comercio o la religión, llegaban a Tombuctú a bordo de canoas o a lomos de camello, y aún hoy día, en perdidos cruces de caminos de las fronteras más meridionales de Marruecos se encuentran desvencijados carteles que apuntan hacia la inmensidad del desierto bajo la leyenda “Tombuctú, 52 días a camello…”. 

En los días que estuvimos en la ciudad recorrimos sus calles bajo un sol cegador, admirando la extraordinaria arquitectura de adobe cuyas formas inspiraron a Gaudí y que fue creada por el arquitecto Es-Saheli, uno de tantos andalusíes (éste nacido en Granada en 1290) que cruzaron el gran desierto para llegar a la mítica ciudad.

Mezquita de Djingereiber en Tombuctú.

Gracias a Antonio fuimos recibidos por Ismael Diadié, heredero de una familia que se dice descendiente del rey godo Witiza y que posee uno de los mayores tesoros del África, y en realidad de la humanidad, una fantástica biblioteca compuesta por más de siete mil manuscritos, muchos de ellos de origen andalusí, que datan desde el siglo XII al XIX, reunidos y amasados por sus antepasados a través de los años, traídos a lomo de camello desde Toledo o adquiridos en los oasis del desierto o en sus viajes a los lugares sagrados del Islam, y que han sido fundamentales para posibilitar un mejor conocimiento de las relaciones entre al-Ándalus y Tombuctú, es decir, entre España y el mundo africano. Desde hace muchos años Ismael trabaja para lograr hacer realidad su sueño de construir un edificio adecuado que permita la conservación de este patrimonio cultural único y que lo proteja de esos grandes enemigos del papel y la tinta que son el sol, el calor y el polvo.    

Ismael Diadié y la biblioteca andalusí.

Sin embargo, no hay edificio, aún no se ha inventado, que pueda proteger a libros o manuscritos, en realidad a cualquier tipo de expresión cultural o artística, de la destrucción de la guerra. En aquella visita a Tombuctú, Ismael nos quiso agasajar con la hospitalidad propia de su gente, y en el tejado de su casa, bajo un cielo estrellado tan profundo e intenso en la noche como el desierto lo es por el día, compartimos un cordero asado. Allí, tumbados sobre alfombras y bebiendo coca-cola en vasos de plástico, Ismael nos habló de otra guerra con los tuaregs, que por aquel entonces acababa de terminar, de cómo vecinos de la ciudad habían sido asesinados y otras bibliotecas similares a la suya saqueadas y destruidas...Leo las noticias de la guerra actual y no puedo dejar de pensar en Ismael, en su familia, en su biblioteca...tampoco dejo de preguntarme por el afán de destrucción del hombre y por el especial ensañamiento que en la guerra se muestra hacia la cultura, como en los tiempos más recientes muestran el bombardeo de la biblioteca de Sarajevo o la destrucción de las figuras de los Budas de Bamiyan en Afganistán. Quizás la respuesta a esa pregunta me la dio, hace años y con ocasión de otro viaje, un viejo judío sefardí que me habló durante horas de la Cultura, que él consideraba el alma de los pueblos; de ahí el afán por destruir la cultura de quien se considera el enemigo, de ahí también la resistencia, casi inmortal, de ésta...Pienso en ello y me digo que Ismael y su biblioteca son parte esencial de Tombuctú y que, sea quien sea que la gobierne, habrá otra noche estrellada en la que compartiremos un cordero y, aunque tenga que ser entre sorbo y sorbo de coca-cola, volveré a escuchar con emoción las historias de su ciudad, de su familia y de sus manuscritos, que en realidad no son sino una sola historia que comenzó hace varios siglos en alguna ciudad de la España musulmana, o quizás en un oasis del Sáhara, o quizás en realidad mucho antes, cuando el hombre comenzó a escribir sus pensamientos en papiros o en tablas de arcilla...