Me adentré por primera vez en el universo de
Carlos Fuentes buscando pistas sobre la identidad americana y su relación con
España. En verano del 96 fui destinado a
Bolivia y mis últimas semanas antes de viajar al altiplano andino las pasé
intentando leer todo lo que podía sobre esa ciudad, sobre ese país, sobre ese
continente…Un compañero que había estado destinado en La Paz quince años
antes me recomendó “La Tía Julia y el Escribidor”, mitad porque Vargas Llosa había
pasado su infancia en la ciudad de Cochabamba, mitad porque en esa novela del
reciente premio Nobel el personaje del escribidor es boliviano, y son
constantes los guiños a la sociedad y cultura bolivianas que se deslizan entre la historia verídica de Marito y su tía
Julia y las inventadas del escribidor, que tanto disfruté en aquellos calurosos días del verano
que antecedieron a mi marcha a La Paz.
También por aquel entonces leí por vez
primera una obra de Carlos Fuentes, “El Espejo Enterrado”, esa gran ensayo, a
caballo entre la historia y la reflexión personal, que Fuentes publica a
comienzos de los años 90 del pasado siglo y con el que se dedica a “la búsqueda
de la continuidad cultural que pueda informar y trascender la desunión
económica y fragmentación política del mundo hispánico…un espejo que mira de
las Américas al Mediterráneo, y del Mediterráneo a las Américas…”.
Con ese libro, con esa búsqueda tan profunda y
culta de Fuentes, comencé a vislumbrar algo de la riqueza y la intensidad, de
la dificultad y complejidad, del “alma cultural, política y económica del mundo
de habla española”, a la que el escritor mexicano dedicó gran parte de su
trabajo y de su pensamiento. Más tarde, conforme yo también me iba adentrando
en (o iba siendo engullido por) el vertiginoso paisaje humano y social del
continente americano, seguí leyendo algunos de sus libros, tanto novela (“La Muerte de
Artemio Cruz”, quizás la que más me gustó, “Gringo Viejo” y “Los Años con Laura
Díaz”) como ensayo (“La Gran Novela Latinoamericana”, “Los 68”), que nunca me
decepcionaron y siempre me ofrecieron nuevas llaves con las que abrir algunas
puertas del fascinante y complejo mundo latinoamericano.
Pero las palabras que nunca he olvidado de Carlos
Fuentes no las escribió para ningún libro, sino con ocasión del discurso con el
que inauguró el Congreso de la Lengua Española celebrado en Rosario
en el 2004 (su intervención fue en representación de América Latina, seguro que
una de las distinciones que recibió con más orgullo). Estas fueron las palabras
con las que Fuentes inició aquel discurso:
“Mírenlos. Están aquí. Siempre estuvieron aquí.
Llegaron antes que nadie. Nadie les pidió pasaportes, visas, tarjetas verdes,
señas de identidad. No había guardias fronterizas en los Estrechos de Behring
cuando los primeros hombres, mujeres y niños cruzaron desde Siberia a Alaska
hace quince, once y cuatro mil años.
No había nadie aquí. Todos llegamos de otra
parte. Y nadie llegó con las manos vacías. Las primeras migraciones de Asia a
América trajeron la caza, la pesca, el fuego, la fabricación del adobe, la
formación de las familias, la semilla del maíz, la fundación de los pueblos,
las canciones y los bailes al ritmo de la luna y del sol, para que la tierra no
se detuviese nunca.
Óiganlos. Los indios fueron los primeros poetas,
cantaban con las palmas de las manos para enumerar las metáforas del mundo.
Todo ello elevado al gran canto poético de la
brevedad de la vida.
No hemos venido a vivir.
Hemos venido a morir.
Hemos venido a soñar…”
Con su obra, con sus historias, con sus personajes y sus reflexiones, Carlos Fuentes nos ha ayudado a poder soñar y, aunque el canto poético de los indios diga otra cosa, también a vivir. Incluso, aunque no sea tarea fácil, nos ha indicado cómo desenterrar ese espejo que yace bajo la arena, del Atlántico, del Mediterráneo…
Una estrella en el firmamento de literatura universal. Gracias por compartir.
ResponderEliminarSaludos.
Me ha encantado este recuerdo emotivo a Carlos Fuentes. Gracias.
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