El primer libro que me regaló Kathy, en aquellos
iniciales y guatemaltecos meses en los que comenzaba nuestra relación, fue
“Memorias de la rosa” (Ediciones B), los recuerdos autobiográficos de Consuelo
de Saint-Exupéry, viuda del célebre aviador francés autor de la imperecedera
historia de ese pequeño príncipe que con su inocencia e inteligencia pone al
desnudo los convencionalismos e hipocresías con los que los adultos manejamos
el mundo que hemos construido. Consuelo Sucin, que era el
apellido de soltera de la esposa de Saint-Exupéry,
puso por escrito sus recuerdos en 1946, dos años después de la desaparición de
su marido en aquella última y maldita misión en la que su avión fue abatido sobre
el Mediterráneo, cerca de la costa de Marsella, pero éstos permanecieron
encerrados en un baúl medio siglo, hasta que en 1.999, veinte años después de la muerte de
Consuelo, su heredero decidiera publicar el manuscrito para “devolverla al lugar
exacto que ocupó siempre al lado de quien dejó escrito que había edificado su
vida sobre ese amor.”
Leyendo las páginas de ese primer regalo de Kathy supe
de la extraordinaria historia de Consuelo Sucin, una salvadoreña que nació en
1901 en la pequeña población de Armenia, situada en las faldas del volcán Izalco,
cerca de la frontera entre El Salvador y Guatemala. De padres cafetaleros,
Consuelo tuvo una acomodada y feliz infancia, jugando en la plantación de café
de su padre, “entre los grandes bananos, con los indios…”. Una infancia que,
como cuenta Alain Vircondelet en la introducción del libro, la marcaría para
siempre, “atravesada por sueños y fantasías magnificados por el imaginario
centroamericano…El Salvador, con sus tierras quemadas, sus volcanes y sus
terremotos, se convierte en un país de leyenda. Ella es el genio y la diosa de
este país…”.
Con las muchas posibilidades que le permiten los
medios de su familia y con una personalidad arrolladora, dispersa y diletante,
Consuelo parte muy joven de El Salvador, estudia arte en San Francisco, México
y España y recala en la Francia de entreguerras, en el París de los felices
años veinte que disfruta aún de sus últimas bocanadas como capital cultural del
mundo antes de ceder el testigo a Nueva York. Allí conoce a las vanguardias que
estremecen a una decadente sociedad y se relaciona con pintores, escritores,
farsantes, vividores, fascistas de salón y furibundos comunistas. Germán
Arciniegas, el gran escritor colombiano, cuenta cómo “entre la primera y la
segunda guerra mundial todo el mundo hablaba de Consuelo como de un pequeño
volcán de El Salvador que arrojaba su fuego sobre los techos de París…”. Algunas
llamaradas de esa erupción alcanzan a Enrique Gómez Carrillo, cónsul de la
Argentina en París, que se convierte en su segundo marido (había estado
casada brevemente en México). Gómez Carrillo era un conocido escritor e
intelectual, y la pareja se relaciona frecuentemente con Rubén Darío o Gabriele
D´Annunzio, pero en 1927 fallece muy prematuramente.
Joven, hermosa, rica y viuda, Consuelo es invitada
por el gobierno argentino a visitar Buenos Aires, y por esas burlas de la
fortuna, si en París había conocido a un diplomático argentino que sería su
segundo marido, en Buenos Aires conoce a un aviador francés que se convertiría
en el tercero, y en el hombre de su vida. En sus memorias cuenta cómo la noche
que se conocen, huyendo ella de una aburrida fiesta en la que “sólo se hablaba
de una revolución que nunca llegaba”, Saint-Exupéry la lleva a dar una vuelta
en su avión por los cielos de la capital argentina, arrancándole un primer beso
bajo la amenaza de estrellar la aeronave en el Río de la Plata…Sería el primero
de muchos besos y el inicio de una tormentosa relación que durante quince años sobrevive
a engaños, infidelidades mutuas y al desprecio de la familia de “Tonio”, y cuyo
capítulo principal sólo concluye ese fatídico 31 de julio de 1944 en el que el
mar se traga el avión de Saint-Exupéry. Quince años fundamentales para comprender
al Saint-Exupéry escritor, pero también a ese hombre difícil y contradictorio, que constantemente "parte y huye, busca amar y ser amado, se busca y no se encuentra…”.
En el relato de Saint-Exupéry, El Principito le habla
al aviador del planeta de dónde él viene, el asteroide B612, en el que hay tres volcanes
y una rosa, la única flor que allí queda, bella, hermosa, frágil, vanidosa y
con espinas. Para volver a juntarse con su rosa, El Principito se deja morder
por una serpiente venenosa, pues sólo así consigue transportarse a su mundo, a
su planeta, donde podrá cuidar, al pie de los volcanes, a esa flor, “única
entre todas”. Antes de partir, mientras el aviador perdido en el desierto del
Sahara intenta reparar su avión, el joven príncipe le confía que “lo esencial
es invisible para los ojos”, algo que la niña Consuelo, la rosa de Saint-Exupéry, sabía perfectamente
cuando jugaba, alegre y despreocupada, en los cafetales del Izalco, “entre los
grandes bananos, con los indios”, algo que, como todos nosotros, fue olvidando
poco a poco, a medida que la iba engullendo el mundo de los adultos…
Gracias a Kathy y a usied, Enrique, he llegado a saber de Consuelo. No tenía la menor idea. Reiterado agradecimiento por compartir sus experiencias.
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