Fernando Trueba en una famosa ocasión comparó a Billy Wilder con
Dios, y aunque yo no me atreva a llegar tan lejos sí tengo a Wilder en lo más
alto de mi particular panteón cinematográfico. El Crepúsculo de los Dioses
(Sunset Boulevard, 1950), El apartamento (The Apartment, 1960), Bésame Tonto
(Kiss Me Stupid, 1964) o Perdición (Double Indemnity, 1944) son unas cuantas de
sus muchas obras maestras absolutas, como diría Carlos Pumares. Entre ellas cuento también a Testigo de Cargo
(Witness for the Prosecution, 1957), basada en una obra de teatro de Agatha
Christie y que cuenta una historia tan antigua como la humanidad: cómo una
mujer es capaz de cualquier cosa para salvar al hombre a quien ama (y cómo
también puede ser capaz de cualquier cosa para vengarse cuando es traicionada…).
Como saben todos los que han visto la película, un
aparentemente simpático Tyrone Power es acusado de haber matado a una vieja
millonaria para quedarse con su dinero. Su esposa, la aparentemente gélida
Marlene Dietrich, sabe que es cierto, que su marido es el asesino, pero está
dispuesta a cualquier cosa para salvarlo. Cuando el abogado defensor (un genial
Charles Laughton, quizás en unos de sus papeles más memorables) le dice al
preparar la defensa que nadie creerá las excusas que pueda presentar una esposa
enamorada, ella hace lo impensable: testifica a favor de la acusación diciendo
la verdad, pero al mismo tiempo fabrica unas pruebas falsas con las que
Laughton la desenmascara, logrando la
absolución del marido…en el twist final, un desalmado Tyrone Power felicita a
su esposa por el papel realizado, pero le anuncia que la abandona para irse con
una joven morena que corre a besarle…demasiado para una despechada Dietrich, que
lo apuñala en el tribunal ante el mismo Laughton (que, tras dejarnos una de las más célebres
citas de la película, “no lo ha asesinado, lo ha ejecutado…”, se apresta a
encargarse de la defensa de esa “extraordinaria mujer”).
Estos días Inglaterra ha vivido conmocionada ante un caso
que, aún sin el dramatismo de los asesinatos ni la belleza ni el glamour de la
Dietrich, Laughton o Power, contiene esos poderosos elementos de engaño,
traición y venganza presentes en Testigo de Cargo y que, desde las tragedias griegas, cuando convergen en una
historia hacen que ésta cautive la atención de toda una sociedad . El 12 de marzo del 2003,
un día como otro cualquiera, Chris Huhne, uno de los políticos más brillantes y
con más futuro de este país, y su esposa, Vicky Price, volvían a casa con
demasiadas prisas, y un radar fotografió al coche a más velocidad de
la permitida. Una infracción no excesivamente grave, una de esas que sucede
miles de veces al día en este y otros países, y que se salda simplemente con la
pérdida de 3 puntos del carnet de conducir del infractor, y sin embargo…
Y sin embargo a Huhne, que era el que conducía, ya sólo
le quedaban precisamente 3 puntos en el carnet, y dejar el coche para utilizar
el transporte público siempre es muy molesto. A su esposa tampoco le apetecía
tener que hacer de chófer para toda la familia durante unos cuantos meses, así
que ambos decidieron que era mucho mejor para todos si ella era la que cargaba
con la multa y, por lo tanto, la que perdía los puntos. En mayo ella recibe la
multa y el matrimonio olvida rápidamente ese “pequeño incidente”. En los años
siguientes todo parece ser un camino de rosas. Huhne, además de conservar el carnet,
conoce el éxito político, siendo elegido primero diputado y más tarde ministro.
Price, una reputada economista, sigue una extraordinaria carrera que la hace
ser una de las profesionales más cotizadas tanto en el sector privado como en
el público, y sin embargo…
Y sin embargo el 19 de junio del 2010, aparentemente un
día como otro cualquiera, Huhne llega a casa y confiesa a su mujer (que estaba
viendo un partido del Mundial de fútbol de Sudáfrica) que tiene “una relación”
con su jefa de prensa y que la deja, a ella y a los hijos, para irse a vivir
con su nueva pareja…Pero Vicky Price, la esposa abandonada tras 26 años de
matrimonio, la mujer traicionada en favor de otra más joven, no está dispuesta
a que las cosas sean tan fáciles y busca su venganza. ¿Y qué mejor forma de ejecutar a un político que arruinar su imagen y carrera? Pryce acude a la prensa y filtra
los detalles de lo ocurrido siete años antes. La policía reabre el caso y acusa
a Huhne de obstrucción a la justicia, ya no una mera infracción automovilística,
sino un delito penado con la cárcel. Pryce comparece en el juicio como testigo de cargo, confirmando tanto que era él quien conducía como el engaño posterior. Parece la venganza perfecta, pero no ha medido bien su furia y, como también mintió, es acusada del mismo delito. A la desesperada alega que lo hizo por “coacción marital”, una extraña y arcaica figura jurídica
utilizada apenas cinco veces en el último siglo que permite la absolución de la
esposa si ésta comete un crimen obligada por su marido, y sin embargo…
Y sin embargo el jurado, 12 hombres y mujeres sin piedad,
no se cree la historia de la coacción y Pryce, al igual que su marido, es
condenada a 8 meses de cárcel, siendo ambos enviados de inmediato a prisión. Triste final para un matrimonio con tres hijos, para un brillante político y
una gran profesional, triste historia en la que el engaño, la traición y la
fría venganza se convierten en los únicos protagonistas de un relato sin héroes. Me imagino que si el viejo Charles Laughton hubiera presenciado el juicio concluiría,
tras un buen sorbo del brandy que esconde en el termo del café y con el rictus
de resignación que produce la contemplación de las miserias humanas, que “ellos mismos se han ejecutado”, dejando el tribunal sin ganas de defender a nadie…