Nos parece algo sencillo, más o menos largo y engorroso según el día o el
funcionario que nos atienda, pero tan simple como acercarse a una
comisaría de la Policía Nacional en España o a alguna dependencia
administrativa en otros países. A eso se suelen reducir los trámites necesarios
para obtener el documento de identidad o el pasaporte.
Rellenamos unos formularios con nuestros datos, aportamos una pequeña foto
rectangular sobre fondo blanco y ponemos nuestro dedo índice marcado en tinta negra sobre una cartulina. Todos los seres humanos tenemos un nombre y uno
o más apellidos, que combinados con nuestro rostro, con
nuestra imagen, con nuestras huellas, nos confieren una identidad propia que, precisamente, nos
convierte en únicos, en seres individuales e individualizados frente al resto
de nuestros semejantes. Hoy día, en la mayoría de países esa
identidad propia va ligada, necesariamente, a ese documento oficial que sirve
de prueba de nuestro nombre, filiación y nacionalidad. Un documento simple, un
pequeño papel plastificado que en algunos casos se obtiene en apenas varios minutos
y en otros cuesta algunos días o incluso semanas, un trozo de papel que
condensa en unas cuantas fórmulas y palabras oficiales quiénes somos, y al que
apenas le damos importancia alguna cuando sabemos que yace en algún lugar de
nuestro bolso o cartera.
Y sin
embargo, para tantas personas en tantos países, qué diferencia tan abismal
supone tener acceso a ese documento que diga, que pruebe, que demuestre,
quienes somos. Cuántas cosas son imposibles y están prohibidas para quienes no
pueden acceder a ese papel con firma y sello que en mi caso dice que me
llamo Enrique, que nací en Sevilla y que soy hijo de Antonio y de Teresa, en qué mundos
paralelos pero estancos se nos sitúa por tener, o no tener, papeles,
por ser oficialmente alguien o no serlo…
Doña
Carmen, una salvadoreña de algo más de cincuenta años, pertenecía hasta hace
poco al mundo de las que no tenían, incluso en su propio país, y no porque ella no quisiera, o no lo hubiera
intentado. Varias veces se había presentado en dependencias administrativas
a solicitar su documento de identidad y siempre había sido rechazada, por la simple y contundente razón de que doña Carmen carece de huellas digitales…Desde sus trece años, desde hace casi cuatro décadas, doña
Carmen trabaja de tortillera en una comunidad de su
pueblo, Lourdes Colón, una población a una treintena de kilómetros de la
capital. Todos los días desde sus trece años doña Carmen calienta en un comal las
tortillas, el alimento básico de casi toda la región mesoamericana, volteando una y otra vez la masa de harina de maíz sobre la
ardiente superficie hasta que las tortillas
están listas para ser comidas. Casi cuarenta años utilizando sus manos, sus
dedos, para ganarse la vida calentando unas tortillas que otros se comerán;
cuarenta años que hicieron que sus huellas digitales, las líneas de su vida,
las líneas que la individualizaban como una persona con identidad, y con
derechos de ciudadana, se perdieran para siempre en el calor del comal, en el
día a día de su oficio, entre tortilla y tortilla…
El de
doña Carmen no es un caso aislado, ni en El Salvador ni en otros países. Millones
de personas en todo el mundo -siempre los más desfavorecidos, siempre "los olvidados", por utilizar el título de la estremecedora película de Buñuel-, no pueden obtener ese papel, ese documento, que les permitiría, al
menos, tener la posibilidad de optar a un empleo digno o acceder a los servicios públicos. Seres humanos que la falta de papeles parece invisibilizar, aunque todos y cada uno de nosotros sepamos que están ahí, calentando nuestras tortillas, limpiando nuestros baños o cuidando a nuestros hijos...
Pero el de doña
Carmen es también un ejemplo de que las cosas pueden ser diferentes, de que esa invisibilidad no tiene porque ser permanente. Ella sigue calentando tortillas todas las mañanas, es lo que siempre ha hecho y quizás lo único que sepa hacer. Pero desde hace unos meses lo hace con su documento de
identidad, conseguido gracias a Ciudad Mujer, un proyecto de atención integral a las mujeres del país que el gobierno
salvadoreño puso en marcha hace un par de años y que, sin poder devolverle sus huellas digitales, sí consiguió todos los informes (médicos, administrativos...) necesarios para la expedición del ansiado documento. A buen seguro los clientes de doña Carmen no habrán notado la diferencia -las tortillas saben igual de ricas y su sonrisa se deberá a que el negocio va bien o a las buenas noticias de los hijos-, pero ella guarda con todo el celo del mundo ese documento que tanto trabajo le costó obtener, aunque a fin de cuentas en él sólo se diga lo que ella siempre supo: que se llama Carmen y que nació en Lourdes Colón, hija de...
Un puesto de tortillas, en un pueblo del oriente del país.
¡Qué interesante detalle, no se me habría ocurrido jamás que pudieran perderse las huellas digitales por algo así! Gracias por el dato curioso.
ResponderEliminarSaludos.